Dolorosa Madre mía, veo que ya te dispones a realizar tu último
sacrificio: tener que darle sepultura a tu hijo Jesús, muerto. Y
resignadísima a la Voluntad del Cielo, lo acompañas y con tus
mismas manos lo pones en el sepulcro. Y mientras compones sus
miembros, tratas de decirle por última vez « adiós » y de darle
tu último beso, mientras que por el dolor sientes que te
arrancan el corazón del pecho. El amor te clava sobre esos
miembros y por la fuerza del amor y del dolor, tu vida está por
extinguirse junto con la de tu hijo Jesús ya muerto.
Pobre de ti, ¡oh Madre mía!, ¿qué vas a hacer sin Jesús? El es
tu Vida, tu Todo y sin embargo es la Voluntad del Eterno que así
lo quiere. Tendrás que combatir con dos potencias insuperables:
el amor y la Voluntad Divina. El amor te tiene clavada de tal
manera que no puedes separarte de él; la Voluntad Divina se
impone y te pide este sacrificio. Pobre de ti, ¡oh Madre!, ¿cómo
vas a hacer? ¡Cuánto te compadezco! ¡Ah, ángeles del cielo,
vengan a ayudarla a que se levante de encima de los miembros
rígidos de Jesús, pues de lo contrario morirá!
Pero ¡qué prodigio! Mientras parecía extinguida junto con Jesús,
oigo su voz temblorosa que interrumpida por el llanto dice:
« ¡Hijo, querido Hijo mío! Este era el único consuelo que me
quedaba y que hacía que mis penas se redujeran hasta la mitad de
su peso: tu santísima humanidad; el poder desahogarme sobre
estas llagas, adorarlas y besarlas. Mas ahora también esto se me
quita, porque la Divina Voluntad así lo quiere; y yo me resigno,
pero sabes, ¡oh Hijo!, quiero y no puedo; con sólo pensar que
debo hacerlo se me van las fuerzas y la vida me abandona. ¡Ah,
Hijo mío!, para poder tener la fuerza y la vida necesarias para
hacer esta separación, permíteme que me quede sepultada
totalmente en ti y que para mí tome tu vida, tus penas, tus
reparaciones y todo lo que tú eres. ¡Ah!, solamente un
intercambio entre tu vida y la mía puede darme la fuerza
necesaria para cumplir el sacrificio de separarme de ti ».
Y con decisión, afligida Madre mía, veo que de nuevo vuelves
a recorrer todos los miembros de Jesús y poniendo tu cabeza
sobre la suya, la besas y encierras tus pensamientos en la
cabeza de Jesús, tomando para ti sus espinas, sus afligidos
y ofendidos pensamientos y todo lo que ha sufrido en su
sacratísima cabeza. ¡Oh, cómo quisieras reanimar la
inteligencia de Jesús con la tuya, para poder darle vida por
vida! Ya empiezas a sentir que vuelve la vida a ti habiendo
tomado en tu mente los pensamientos y las espinas de Jesús.
Dolorosa Madre mía, veo que besas los ojos apagados de Jesús
y se me parte el corazón al pensar que Jesús ya no te mira.
¡Cuántas veces esos ojos divinos al mirarte te extasiaban y
te resucitaban de muerte a vida! Pero ahora, al ver que ya
no te miran, te sientes morir. Por eso veo que dejas tus
ojos en los de Jesús y tomas para ti los suyos, sus
lágrimas, la amargura de esa mirada que ha sufrido tanto al
ver las ofensas de las criaturas y al ver tantos insultos y
desprecios.
Pero veo, traspasada Madre mía, que besas sus santísimos
oídos y lo llamas y lo vueles a llamar; y le dices:
« Hijo mío, pero, ¿puede ser posible que ya no me escuches,
tú que al más mínimo gesto mío siempre me escuchabas, y
ahora lloro y te llamo y ya no me escuchas? ¡Ah, el
verdadero amor es el más cruel tirano! Tú eres para mí más
que mi propia vida, ¿y ahora tendré que sobrevivir a tan
grande dolor? Por eso, ¡oh Hijo!, dejo mis oídos en los
tuyos y tomo para mí todo lo que han sufrido tus santísimos
oídos, el eco de todas las ofensas que resonaban en los
tuyos. Sólo esto puede darme la vida: tus penas y tus
dolores ».
Y mientras dices esto, es tan intenso el dolor, la angustia
de tu Corazón, que pierdes la voz y quedas petrificada.
¡Pobre Madre mía, pobre Madre mía, cuánto te compadezco!
¡Cuántas muertes atroces estás sufriendo!
Adolorida Madre, la Voluntad Divina se impone y te pone en
movimiento. Miras el rostro santísimo de Jesús, lo besas y
exclamas:
« Hijo adorado, ¡qué desfigurado estás! ¡Ah, si el amor no
me dijera que eres mi Hijo, mi Vida, mi Todo, no sabría cómo
reconocerte! ¡A tal punto has quedado irreconocible! Tu
belleza natural se ha transformado en deformidad; tus
mejillas coloradas ahora se ven pálidas; la luz, la gracia
que irradiaba tu hermoso rostro, que mirarte y quedar en
éxtasis era una misma cosa, ha tomado la palidez de la
muerte, ¡oh Hijo amado! ».
« ¡Hijo mío, a qué estado has quedado reducido! ¡Qué labor
tan terrible ha realizado el pecado en tus sacratísimos
miembros! ¡Oh, cómo tu inseparable Madre quisiera devolverte
tu belleza original! Quiero fundir mi rostro en el tuyo y
tomar para mí el tuyo, las bofetadas, los salivazos, los
desprecios y todo lo que has sufrido en tu rostro santísimo.
¡Ah, Hijo mío, si me quieres viva, dame tus penas, porque de
lo contrario moriré! ».
Y es tan grande tu dolor que te sofoca, te corta la palabra
y caes como muerta sobre el rostro de Jesús, ¡Pobre Madre,
cuánto te compadezco! ¡Ángeles míos, vengan a sostener a mi
Madre; su dolor es inmenso, la inunda, la sofoca y ya no le
queda más vida ni fuerza! Pero la Divina Voluntad, rompiendo
estas olas, le restituye la vida.
Y llegas ya a su boca y al besarla sientes que se amargan
tus labios por la amargura de la hiel que ha amargado tanto
la boca de Jesús, y sollozando continúas:
« Hijo mío, dile una última palabra a tu Madre. ¿Es posible
que no vaya a volver a escuchar tu voz? Todas tus palabras
que me dijiste cuando vivías, como si fueran flechas, hieren
mi Corazón de dolor y de amor. Y ahora, al verte mudo, estas
flechas se ponen en movimiento en mi Corazón lacerado
dándome innumerables muertes, y parece como si quisieran
arrancarte una última palabra a viva fuerza, pero no
pudiendo obtenerla, me desgarran y me dicen: “Así que ya no
lo vas a volver a escuchar, no volverás a oír su dulce voz,
la melodía de su palabra creadora, que por cada palabra que
decía creaba un nuevo paraíso en ti...” ¡Ah, mi paraíso se
acabó, de ahora en adelante ya no tendré más que amarguras!
¡Ah, Hijo, quiero darte mi lengua para animar la tuya! Dame
todo lo que has sufrido en tu santísima boca, la amargura de
la hiel, tu sed ardiente, tus reparaciones y tus oraciones;
así, sintiendo por medio de ellas tu voz, mi dolor podrá ser
más soportable y tu Madre podrá seguir viviendo por medio de
tus penas ».
Destrozada Madre mía, veo que te apresuras porque quienes
están a tu alrededor quieren cerrar el sepulcro y casi
volando pasas sobre las manos de Jesús las tomas entre las
tuyas, las besas, te las estrechas al Corazón y dejando tus
manos en las suyas, tomas todos los dolores y las heridas
que han traspasado aquellas manos santísimas. Y llegando a
los pies de Jesús, al ver la cruel destrucción que los
clavos han hecho en sus pies y mientras pones en ellos los
tuyos, tomas para ti sus llagas, ofreciéndote tú a correr en
lugar de Jesús, para ir en busca de todos los pecadores para
arrancárselos al infierno.
Angustiada Madre mía, ya te veo dar el último « adiós » al
Corazón traspasado de Jesús. Y aquí te detienes; es el
último asalto que recibe tu Corazón materno y sientes que la
vehemencia del amor y del dolor te lo arranca del pecho y se
te escapa por sí mismo para ir a encerrarse en el Corazón
Sacratísimo de Jesús; y tú, viéndote sin Corazón, te
apresuras a tomar el suyo, su amor rechazado por tantas
criaturas, tantos ardientísimos deseos suyos no realizados a
causa de la ingratitud, y los dolores y las heridas de aquel
Sagrado Corazón, que te tendrán crucificada durante toda tu
vida. Al ver esa herida tan ancha, la besas y tomas en tus
labios su sangre, y sintiendo ya en ti la vida de Jesús,
sientes la fuerza necesaria para poder hacer esa amarga
separación. Así que te lo abrazas y permites que la piedra
sepulcral lo encierre.
Dolorosa Madre mía, llorando te suplico que por ahora no
permitas que nos quiten a Jesús de nuestra mirada; espera
que primero me encierre en Jesús para tomar su vida en mí.
Si tú, que eres la Inmaculada, la Santa, la Llena de Gracia,
no puedes vivir sin Jesús, mucho menos podré yo, que soy la
debilidad, la miseria, la llena de pecados; ¿cómo voy a
poder vivir sin Jesús? ¡Ah, Dolorosa Madre mía!, no me dejes
sola, llévame contigo; pero antes sepúltame totalmente en
Jesús, vacíame de todo para que puedas poner totalmente a
Jesús en mí, así como lo has puesto en ti. Comienza conmigo
a cumplir el oficio de Madre que Jesús te dio estando en la
cruz y abriendo mi extrema pobreza una brecha en tu Corazón
materno, enciérrame totalmente en Jesús con tus propias
manos maternas. Encierra los pensamientos de Jesús en mi
mente para que no entre en mí ningún otro pensamiento;
encierra los ojos de Jesús en los míos, para que jamás pueda
escapar de mi mirada; pon sus oídos en los míos, para que
siempre lo escuche y cumpla en todo su Santísima Voluntad;
pon su rostro en el mío, para que contemplando ese rostro
tan desfigurado por amor a mí, lo ame, lo compadezca y lo
repare; pon su lengua en la mía para que hable, ore y enseñe
sólo con la lengua de Jesús; pon sus manos en las mías, para
que cada movimiento que yo haga y cada obra que realice,
tome vida de las obras y de los movimientos de Jesús; pon
sus pies en los míos, para que cada paso que yo dé sea vida,
salvación, fuerza y celo para las demás criaturas.
Y ahora, afligida Madre mía, permíteme que bese su Corazón y
que beba de su preciosísima sangre; y encerrando tú su
Corazón en el mío, haz que yo pueda vivir de su amor, de sus
deseos y de sus penas. Y ahora toma la mano derecha de
Jesús, ya rígida, para que me des su última bendición.
Finalmente permites que la piedra cierre el sepulcro; y tú,
destrozada, besas el sepulcro, y llorando le das el último
adiós y te alejas del sepulcro.
La Soledad de María Santísima
Es tanto tu dolor que quedas petrificada y helada.
Traspasada Madre mía, junto contigo doy el adiós a Jesús, y
llorando quiero compadecerte y hacerte compañía en tu amarga
soledad. Quiero ponerme a tu lado para darte en cada
suspiro, de afán y de dolor, una palabra de consuelo y darte
una mirada de compasión; recogeré también tus lágrimas, y si
veo que estás por desmayarte, te sostendré con mis brazos.
Pero veo que te ves obligada a regresar a Jerusalén por el
mismo camino por el que viniste. Apenas das unos pasos y te
encuentras ante la cruz sobre la que Jesús ha sufrido tanto
hasta morir sobre ella y tú corres hacia ella, la abrazas y
viéndola bañada de sangre, se renuevan en tu Corazón uno por
uno los dolores que Jesús sufrió en ella; y no pudiendo
contener tu dolor, entre sollozos exclamas:
« ¡Oh cruz! ¿Cómo es que has sido tan cruel con mi Hijo?
¡Ah, en nada lo has perdonado! ¿Qué mal te había hecho? Ni
siquiera a mí, su Dolorosa Madre, me permitiste que le diera
al menos un sorbo de agua cuando la pedía y en cambio le
diste hiel y vinagre a su boca ardiente de sed. Sentía que
mi Corazón traspasado se me derretía y hubiera querido darle
a sus labios mi Corazón derretido para calmar su sed, pero
tuve el dolor de verme rechazada. ¡Oh cruz, cruel, sí, pero
santa, porque haz quedado divinizada y santificada por el
contacto de mi Hijo! Esa crueldad que usaste con él,
transfórmala en compasión hacia los miserables mortales y
por las penas que él ha sufrido sobre ti, impetra gracia y
fortaleza a las almas que sufren, para que ninguna se pierda
a causa de las cruces y de las tribulaciones. Demasiado me
cuestan las almas, me cuestan la vida de un HijoDios; y yo,
cual corredentora y Madre, ¡a ti te las confío, oh cruz! ».
Y besándola y volviéndola a besar, te alejas de ella. ¡Pobre
Madre, cuánto te compadezco! A cada paso y encuentro surgen
nuevos dolores que creciendo en intensidad y haciéndose cada
vez más amargos, como si fueran olas, te inundan, te ahogan
y te sientes morir a cada instante.
Das unos pasos más y llegas al sitio en donde esta mañana te
encontraste con él bajo el enorme peso de la cruz, agotado,
chorreando sangre y con la corona de espinas sobre la
cabeza, las cuales, cada vez que la cruz golpeaba con la
cabeza penetraban más y más, dándole en cada golpe dolores
de muerte. Las miradas de Jesús cruzándose con las tuyas,
buscaban piedad, pero los soldados, para quitarles este
consuelo a Jesús y a ti, empujaron a Jesús haciendo que se
cayera derramando así más sangre; y ahora, viendo la tierra
empapada de su sangre, te postras por tierra y mientras la
besas te oigo decir:
« Ángeles míos, vengan a hacerle guardia a esta sangre para
que ninguna gota sea pisoteada y profanada ».
Madre Dolorosa, déjame que te dé la mano, para ayudarte a
que te levantes y sostenerte, porque veo que estás
agonizando en la sangre de Jesús. Conforme caminas te
encuentras con nuevos dolores; por todos lados te tropiezas
con las huellas de su sangre y recuerdas los dolores de
Jesús. Por eso, apresuras tus pasos y te encierras en el
cenáculo. También yo me encierro en el cenáculo, pero mi
cenáculo es el Corazón Sacratísimo de Jesús; y desde dentro
de su Corazón quiero ir a tus rodillas maternas para hacerte
compañía en esta hora de amarga soledad. Mi corazón no
podría resistir si te dejara sola en tanto dolor.
Desolada Madre mía, mira a tu pequeño hijo, soy demasiado
pequeño y por mí solo no puedo ni quiero vivir. Por eso,
tómame sobre tus rodillas y estréchame entre tus brazos
maternos, sé mi Madre, porque tengo necesidad de quien me
guíe, me ayude y me sostenga; mira mi miseria y derrama
sobre mis llagas una lágrima tuya, y cuando me veas
distraído, estréchame a tu Corazón materno y dame de nuevo
la vida de Jesús.
Pero mientras te pido esto, me veo obligado a detenerme para
poner atención a tus dolores tan amargos, y siento que se me
rompe el corazón al ver que al mover la cabeza, sientes que
las espinas que has tomado de Jesús penetran más y más en ti
junto con las punzadas de todos nuestros pecados de
pensamiento, y que, penetrándote hasta en los ojos, te hacen
derramar lágrimas de sangre. Y mientras lloras, teniendo en
los ojos la mirada de Jesús, desfilan ante tu vista todas
las ofensas de todas las criaturas. ¡Oh, qué amargura
sientes! ¡Qué bien comprendes todo lo que Jesús ha sufrido
teniendo en ti sus mismas penas!
Pero un dolor no espera al otro; y poniendo atención en tus
oídos, te sientes ensordecer por el eco de las voces de las
criaturas. Cada especie de voz de criatura, penetra, a
través de tus oídos a tu Corazón y te lo traspasan y repites
una vez más:
« ¡Hijo, cuánto has sufrido! ».
Desolada Madre mía, ¡cuánto te compadezco! Déjame secar tu
rostro bañado de lágrimas y sangre; pero me siento
retroceder al verlo amoratado, irreconocible y pálido de una
palidez mortal. ¡Ah, comprendo! Son todos los malos tratos
que Jesús ha sufrido y que tú has tomado sobre ti, los
cuales te hacen sufrir tanto, que al mover tus labios para
orar o para emitir suspiros de tu ardiente pecho, sientes tu
aliento amarguísimo y tus labios consumidos por causa de la
sed de Jesús.
¡Pobre de ti, oh Madre, cuánto te compadezco! Tus dolores
crecen cada vez más, mientras parece que se dan la mano unos
a otros. Y tomando tus manos entre las mías, veo que están
traspasadas por los clavos. Es precisamente en ellas donde
sientes el dolor de ver tantos homicidios, traiciones y
sacrilegios y todas las malas obras, que hace que se repitan
los golpes de martillo, agrandando tus llagas y haciéndolas
cada vez más crueles.
¡Cuánto te compadezco! Tú eres la verdadera Madre
crucificada, tanto que ni siquiera tus pies quedan sin
clavos; más aún, no solamente sientes que te los clavan,
sino como que te los arrancan por tantos pasos inicuos y por
las almas que se van al infierno, tras las cuales tú corres
para que no se precipiten en las llamas infernales.
Pero eso todavía no es todo, clavada Madre mía: todas tus
penas, haciéndose una sola hacen eco en tu Corazón y te lo
traspasan no con siete espadas, sino con miles y miles de
espadas, y más todavía, porque teniendo el Corazón de Jesús
en ti, el cual contiene todos los corazones y envuelve en su
palpitar los latidos de cada uno de ellos, ese palpito
divino conforme palpita va diciendo: « ¡Almas, Amor! ». Y
tú, del pálpito « almas » sientes que fluyen en tu palpito
todos los pecados sintiendo que te dan muerte; mientras que
en el pálpito « amor », te sientes dar vida; de manera que
te encuentras en acto continuo de morir y de vivir.
Crucificada Madre mía, mirándote, compadezco tus dolores,
¡son indescriptibles! Quisiera transformar todo mi ser en
lengua, en voz, para compadecerte; pero ante tantos dolores,
mis compasiones son nada; por eso, llamo a los ángeles, a la
Sacrosanta Trinidad y les ruego que pongan a tu alrededor
sus armonías, sus alegrías y sus bellezas, para endulzar y
compadecer tus intensos dolores, para que te sostengan en
sus brazos y te devuelvan todas tus penas convertidas en
amor.
Y ahora, Desolada Madre, te doy gracias en nombre de todos
por todo lo que has sufrido y te ruego que por esta amarga
soledad que has sufrido, me vengas a asistir a la hora de mi
muerte, cuando mi pobre alma se encuentre sola y abandonada
por todos, en medio de mil ansias y temores; ven tú entonces
a devolverme la compañía que tantas veces te he hecho en
vida; ven a asistirme, ponte a mi lado y ahuyenta al
enemigo; lava mi alma con tus lágrimas, cúbreme con la
sangre de Jesús, revísteme con sus méritos, embelléceme con
tus dolores y con todas las penas y las obras de Jesús, y en
virtud de sus penas y de tus dolores, haz que desaparezcan
de mí todos mis pecados, perdonándome totalmente. Y al
expirar mi alma, recíbeme entre tus brazos y poniéndome bajo
tu manto, ocúltame a la mirada del enemigo, llévame volando
al cielo y ponme en los brazos de Jesús. Así que quedamos en
este acuerdo, ¿no es así, Madre mía?
Y ahora te ruego que les hagas la compañía que yo te he
hecho hoy a todos los moribundos presentes; sé Madre de
todos; son los momentos extremos y les hacen falta grandes
ayudas. Por eso, no le niegues a nadie tu oficio materno.
Por último, una palabra más mientras te dejo: te ruego que
me encierres en el Corazón Sacratísimo de Jesús y tú,
adolorida Madre mía, cuídame, para que Jesús no me tenga que
expulsar de su Corazón y para que yo, ni siquiera
queriéndolo, pueda jamás volver a salir de él. Te beso tu
mano materna y tú dame tu bendición.
Nos cum prole pia, benedicat Virgo Maria.
Reflexiones y prácticas.
Jesús es sepultado, una piedra cierra el sepulcro y le
impide a su Madre Santísima volver a ver a su Hijo. Y
nosotros, ¿tratamos de ocultarnos a los ojos de las
criaturas? ¿Nos es indiferente que todos se olviden de
nosotros? ¿En las cosas santas quedamos indiferentes con esa
santa indiferencia que hace que no faltemos en nada? Cuando
Jesús nos abandona, ¿vencemos en todo con esa santa
indiferencia que nos lleva siempre a él? ¿Formamos con
nuestra constancia una dulce cadena que lo atraiga siempre
hacia nosotros? ¿Está nuestra mirada siempre sepultada en la
de Jesús de manera que nada miremos sino sólo lo que él
quiere? ¿Está nuestra voz sepultada en la voz de Jesús?
¿Están nuestros pasos sepultados de tal manera en los de
Jesús, que cuando caminamos vamos dejando la huella de Jesús
y no la nuestra? ¿Está nuestro corazón sepultado en el suyo
para poder amar y desear como ama y desea su Corazón mismo?
« Madre mía, cuando Jesús se esconda, por mi bien, dame la
gracia que tu obtuviste cuando te viste privada de él para
que yo pueda darle toda la gloria que tú misma le diste
cuando lo pusiste en el sepulcro. ¡Oh Jesús!, quiero rogarte
con tu misma voz, y que así como tu voz penetraba hasta el
cielo y repercutía en las voces de todos, que también la
mía, en honor de la tuya, penetre hasta el cielo para darte
la gloria y el amor de tu misma palabra. Jesús mío, mi
corazón late, pero no estaré contento si no haces que sea tu
latido el que viva en mi corazón, y así con los mismos
latidos de tu Corazón, amaré como tú amas. Te amaré por
todas las criaturas y será uno sólo nuestro grito: ¡Amor,
amor! ».
« ¡Oh Jesús mío!, dale honra a tu nombre y haz que en todo
lo que yo haga se encuentre la huella de tu misma potencia,
de tu amor y de tu gloria ».
|