El diablo inglés
letra y música María
Elena Walsh
Había una vez un muchacho que se llamaba
Tomás. Era aprendiz de payador y solía
vagabundear por la orilla del Río de la
Plata, con su guitarra a cuestas.
Una vez lo sorprendió la noche cerca de
la desolada playa de los Quilmes y, como
era pleno invierno, decidió encender un
fueguito para entrar en calor. Mientras
lo avivaba se puso a cantar, como era su
costumbre:
…Por el aire viene el
ave, por el río viene el pez, y yo vengo
por el tiempo a cantarle a no sé quién,
en una noche cualquiera de 1806…
De pronto, allí, detrás
de las llamas o quizás entre las mismas
llamas, apareció alguien… un fantasma…
un personaje todo rojo, con ojos
clarísimos y chispeantes.
–¡Añangapitanga! –dijo Tomás, seguro de
haber visto al diablo colorado del que
tanto oyera hablar cuando era chico.
Muchas veces había escuchado la leyenda
que aseguraba que los diablos nacían del
fuego y por eso tenían el color del
hierro candente.
Sin pensarlo dos veces montó en su
alazán y salió despavorido, disparando
como flecha. Golpeó a la puerta de un
miserable rancho.
–¿Qué te trae por aquí a estas horas?
–preguntó Ña Manuela, la hechicera–. ¿Y
por qué abres tamaños ojos?
–He visto al diablo en persona, Ña
Manuela.
–¿Seguro?
–Seguro, como la estoy viendo a usted.
–¿Le pediste las tres cosas?
–No, no… Tiene que ayudarme, Ña Manuela.
Me asusté tanto que salí corriendo y me
dejé la guitarra allá, en la orilla.
–Seguro que el diablo la toca y te la
embruja –comentó Ña Manuela
tranquilamente mientras pitaba su
cigarro de chala.
–Por eso mismo vine a verla. Para que
usted me acompañe a buscar la guitarra y
la desembruje.
–Si es cierto que Mandinga anda por ahí
–dijo Ña Manuela– le pediré las tres
cosas.
–¿Qué tres cosas, Ña Manuela?
–Todo el mundo, cuando se encuentra con
el diablo, le pide tres cosas.
–Pues yo quiero una sola: mi guitarra.
–Andando –dijo Ña Manuela, tirándose un
poncho rotoso sobre los hombros.
Y allá se fue Tomás con la hechicera en
ancas, en busca de la guitarra y del
diablo colorado.
En la playa seguía ardiendo la fogata,
pero ni rastros quedaban del diablo.
–Has estado viendo visiones –dijo Ña
Manuela.
–No; mire, mire la prueba: se ha llevado
la guitarra.
–La guitarra se la habrá lleva’o algún
cuatrero.
–No viene nadie por aquí a estas horas:
seguro que fue él.
–No te creo nada –dijo Ña Manuela.
–Pero es cierto: aquí mismo estaba,
mirándome con unos ojos como diamantes…
–Bah; siempre fuiste mentiroso…
Y tanto discutir, no repararon en el
diablo que asomaba otra vez entre las
llamas.
–Allí está –dijo Tomás, y le pareció que
el diablo sonreía.
Ña Manuela se armó de coraje y le dijo:
–Yo te conjuro y te hablo,
contestame si sos diablo.
Y si te quedás callado,
es seña que sos cristiano.
Y el diablo le contestó:
–Good evening.
¡Habló! –dijo Ña Manuela–. Señal de que
es diablo nomás.
¿Y qué dijo?
–No sé. No oí bien.
–Pídale mi guitarra.
–Primero le pediré mis tres cosas.
Tomás, impaciente, sacó su cuchillo y se
encaró con el diablo valientemente:
–¡Dame mi guitarra, sotreta!
–¿Guitar…? –preguntó el diablo a su vez.
–¡Mi guitarra, diablo maldito!
Devuélvemela antes de que apague el
fuego y te haga desaparecer.
–¡Oh, yes! ¡Oh, yes! –contestó el
diablo, asustado del cuchillo que
brillaba ante su nariz.
Se alejó un poco y volvió con la
guitarra, que había escondido en unos
matorrales.
–Seguro que te la devuelve embrujada
–dijo Ña Manuela.
Tomás la templó y, claro, la guitarra
sonaba embrujada. El diablo esperaba
ansioso que Tomás la afinara, porque al
parecer tenía ganas de oírlo cantar.
–¡Oh, please, play, please, sing! –dijo
el diablo.
–¿Qué ha dicho? –le preguntó Tomás a la
bruja.
–Ha dicho pliplisín –contestó Ña
Manuela.
–¿Y eso qué quiere decir?
–Palabras de diablo nomás.
(Entonces se escuchó un clarín, lejos.)
Cuando el diablo oyó el clarín,
desapareció. Tomás y la hechicera,
entretenidos en su discusión, no lo
vieron salir. Supusieron que el diablo
se había desvanecido junto con las
últimas llamitas de la fogata mortecina,
atorada por la llovizna.
–Diablo que del fuego vino, se marcha
con la ceniza –sentenció Ña Manuela.
–No lo creo –dijo Tomás–. Seguro que se
ha escapado entre los pajonales. Voy a
buscarlo y encontrarlo para que me
desembruje la guitarra.
–Deja que te la desembrujo yo por unos
pocos reales…
Tomás se fue tras el diablo. Caminó un
trecho y desde una loma vio amanecer
sobre el río. Creyendo soñar, divisó un
montón de barcos en fila, a lo lejos,
apenas dibujados en la bruma. Después
vio en la orilla una larga hilera de
diablos colorados. Ya no era uno, sino
cien, quizás mil, quizás más…
(Y escuchó una marcha con gaitas y
tambores.)
Tomás se santiguó, espantado de ver
tantos diablos colorados juntos, que
habían venido por el agua y no por el
fuego. Corrió a comentar la cosa con
otros paisanos que miraban tranquilos la
diablería. Cuando supo que los diablos
de chaqueta colorada y ojos como
diamantes no eran sino soldados
ingleses, acarició la guitarra con
alivio. Pero, aunque ya no había peligro
de que estuviera embrujada, se fue a la
ciudad a cambiarla por un fusil.
(En 1806, soldados
ingleses se apoderaron de la que hoy es
la ciudad de Buenos Aires, por entonces
colonia española. Un ejército
improvisado los expulsó, ayudado por
gentes del pueblo como Tomás, el joven
cantor de este cuento.)
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