El autismo

es un desorden del desarrollo del cerebro

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La situación del brote de COVID-19 es emergente y está cambiando rápidamente.

Encuentre la información de salud pública más reciente de los CDC en la página: https://www.cdc.gov/coronavirus/2019-ncov/index-sp.html

Encuentre la información más reciente acerca de investigación del COVID-19 de los NIH en la página (en inglés): https://www.nih.gov/health-information/coronavirus

 

Todo el mundo habla de la enfermedad por coronavirus 2019 (COVID-19), y allá donde mires hay información sobre el virus y sobre cómo protegerte. Conocer los datos es fundamental para para estar preparado y protegerte a ti mismo y a tus seres queridos. Tristemente, una parte de la información que hay disponible es falsa. Durante una crisis de salud, la desinformación contribuye a que la gente no se proteja y se haga vulnerable a la enfermedad. Además, propaga el miedo y la estigmatización.

Asegúrate de obtener información de fuentes verificadas, como UNICEF y la Organización Mundial de la Salud. UNICEF está trabajando a contrarreloj con expertos en salud de todo el mundo para proporcionar información rigurosa. La información de la que puedes fiarte es la que se basa en las pruebas científicas más recientes. Seguiremos compartiendo las últimas noticiasartículos de referencia para padres y profesores y recursos para los medios de comunicación tan pronto como haya información nueva disponible, así que permanece atento para estar informado de las mejores formas de protegerte a ti mismo y a tu familia.

Ayúdanos a luchar contra la desinformación sobre el COVID-19. Comparte esta información con tu familia, tus amigos y tus colegas para conseguir que todo el mundo conozca todos los datos relativos al COVID-19 y puedan proteger su salud.

 

UNICEF

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AUTISMO

El autismo es un desorden del desarrollo del cerebro que puede comenzar en niños antes de los tres años de edad y que deteriora su comunicación e interacción social causando un comportamiento restringido y repetitivo. Puede clasificarse de diversas formas, como un desorden en el desarrollo neurológico o un desorden en el aparato psíquico.

Las personas con autismo clásico muestran distintos tipos de síntomas: interacción social limitada, problemas con la comunicación verbal y no verbal. Las características del autismo por lo general aparecen durante los primeros tres años de la niñez (con frecuencia no se nota antes de los 2 ó 3 años de edad) y continúan a lo largo de toda la vida. Aunque no existe una "cura", el cuidado apropiado puede promover un desarrollo relativamente normal y reducir los comportamientos considerados inapropiados. Las personas con autismo tienen una esperanza de vida normal.

 

ORIGEN

La palabra autismo, del griego auto- de autós, "propio, uno mismo", fue utilizada por primera vez por el psiquiatra suizo Eugene Bleuler, en un tomo del American Journal of Insanity en 1912.

La clasificación médica del autismo no ocurrió hasta 1943 cuando el Dr. Leo Kanner del Hospital John Hopkins estudió a un grupo de 11 niños e introdujo la caracterización autismo infantil temprano. Al mismo tiempo, un científico Austriaco, el Dr. Hans Asperger, utilizó coincidentemente el término psicopatía autista en niños que exhibían características similares. El trabajo del Dr. Asperger, sin embargo, no fue reconocido hasta 1981 (por medio de Lorna Wing), debido principalmente a que fue escrito en alemán.

Las interpretaciones del comportamiento de los grupos observados por Kanner y Asperger fueron distintas. Kanner reportó que 3 de los 11 niños no hablaban y los demás no utilizaban las capacidades lingüísticas que poseían. También notó el comportamiento auto-estimulatorio y "extraños" movimientos de aquellos niños. Por su lado Asperger notó, más bien, sus intereses intensos e inusuales, su repetitividad de rutinas, y su apego a ciertos objetos que era muy diferente al autismo de alto rendimiento ya que en el Asperger todos hablan. Indicó que algunos de estos niños hablaban como "pequeños profesores" acerca de su área de interés, y propuso que para tener éxito en las ciencias y el arte.

Aunque tanto Hans Asperger como Leo Kanner posiblemente observaron la misma condición, sus diferentes interpretaciones llevaron a la formulación de Síndrome de Asperger (término utilizado por Lorna Wing en una publicación en 1981) y lo que lo diferenciaba al autismo de Kanner.


TRATAMIENTO

No existe por ahora un tratamiento que cure el autismo. En la actualidad el tratamiento preferido está basado en el análisis conductual aplicado (Applied Behavior Analysis o ABA), puesto que estudios científicos e independientes han demostrado su utilidad para elevar el nivel de funcionamiento de los niños con comportamientos autistas. Se cree que un inicio temprano de la terapia y la intensidad del mismo mejora las probabilidades de aumentar el nivel de funcionamiento.

Existen una serie de tratamientos no probados que son populares entre los padres de niños autistas. Tal es el caso de tratamientos biológicos y terapias de diversos tipos; algunos padres consideraron que el tratamiento con quelantes ha mejorado significativamente sus niños autistas. Al día de hoy sin embargo, sólo los tratamientos psicológicos conductuales presentan fuerte evidencia a su favor.

La educación como el vehículo para el tratamiento de las personas con autismo, es necesario crear programas educativos adaptados a las necesidades individuales de cada persona con autismo. Cabe destacar el trabajo que se está realizando con algunas personas con autismo en el campo de la Planificación centrada en la persona (PCP)

Autismo Europa en el año 2000, editó un documento con el nombre Descripción del autismo., donde señalaba que la edad adulta es el período más largo de la vida y el plan de tratamiento debe considerar el acceso a una variedad de recursos, que van desde la atención residencial y los hogares de grupo, hasta un apoyo personalizado en la comunidad; y alternativas ocupacionales, desde centros estructurados de día, empleo especial con apoyo, hasta la plena integración laboral. En España existen Centros como el Infanta Leonor de Alicante, que dirigido por Ignacio Leyda, ofrece estos servicios desde 2001.

El grupo de expertos del Instituto de Salud Carlos III (Ministerio de Sanidad español) publicó en 2006 una Guía de buena práctica para el tratamiento de los trastornos del espectro autista que revisa la evidencia científica de los diferentes abordajes terapéuticos y farmacológicos.

PRONÓSTICOS

El pronóstico del autismo es aparentemente impredecible. Algunos niños se desarrollan a niveles en los cuales su autismo no es comúnmente perceptible, sin razón aparente. Otros desarrollan habilidades funcionales luego de un tratamiento intenso con terapia ABA. Algunos padres reportan mejorías luego de utilizar tratamientos biológicos (no probados). Por otro lado, muchos individuos autistas requieren ser cuidados de por vida y otros nunca desarrollan lenguaje oral. La terapia parece no tener efecto alguno en ciertos casos. Mientras que algunos autistas adultos parecen mejorar en su funcionamiento al pasar el tiempo, otros reportan que se vuelven "más autistas".

La ansiedad y la depresión se presentan con frecuencia en adolescentes y adultos autistas. Se sabe que la respuesta al estrés es más pronunciada en muchos autistas, lo cual podría ser una causa. Pero dados los deficits sociales de los autistas, también es posible que la ansiedad y depresión se deban a instancias de adversidad social.

Las diferencias cerebrales de un individuo realmente autista son tan pronunciadas que es improbable que se puedan eliminar por medio del uso de fármacos o terapia, por más intensiva que sea. Aunque su comportamiento externo sea parecido al de las personas no autistas, internamente la persona autista seguirá siendo diferente a los demás neurológicamente.

En una minoría de casos la persona autista puede sacar ventaja de su condición y lograr éxito en su área de interés. Un ejemplo es el caso de la Dra. Temple Grandin, considerada autista desde una temprana edad, quien ahora es Profesora Asociada de la Universidad de Colorado, experta en equipo de manejo de ganado, y autora de varios libros acerca del autismo, incluyendo el popular "Thinking in Pictures" (Pensando en Imágenes).

INTEGRACIÓN DE LOS NIÑOS AUTISTAS A ESCUELAS REGULARES

Los niños con autismo se pueden integrar a escuelas regulares, siempre y cuando cuenten con los apoyos que requieren para aprender y desarrollarse en la escuela. Cada niño es único con sus fortalezas, gustos y retos. Es decir que tampoco los niños con autismo son iguales entre sí, por lo que en la escuela se debe formar un equipo de trabajo junto con la familia y si es necesario especialistas externos. Este equipo se encarga de definir los objetivos para el alumno, así como la forma en que van a trabajar con él. Es muy importante tomar en cuenta las fortalezas del niño al diseñar su programa

 

UNA HERMOSA HISTORIA : UN NIÑO AUTISTA Y SU AMIGO

Una historia, que nos ayudará a comprender el beneficio del vínculo entre animales y seres humanos, en este caso la historia de un niño con características autistas y su perro golden.

Es la historia de una joven familia que tiene un hijo, su único hijo, autista. Aislado completamente del mundo real, nadie podía entrar en "su mundo", hasta que llegó a su vida Henry... un perro.
Dale vivía en un mundo vedado para nosotros, pero un día llegó Henry y nos abrió la puerta...
Cada instante de cada día era un desafío para mi esposo, Jamie, y para mí. Dale, nuestro hijo único, estaba completamente encerrado en su mundo autista. Cualquier intento de tocarlo o tan sólo acercarnos a él parecía aterrarlo.
A la mañana se ponía rígido cuando yo trataba de vestirlo. Muchas veces se sacaba la ropa y nos hacía ver con toda claridad que prefería quedarse desnudo. Dale no entendía qué era el control de esfínteres, así que yo llevaba pañales a dondequiera que íbamos. Rara vez tenía hambre y se provocaba el vómito si yo incluía un solo garbanzo o rodaja de zanahoria en su deplorable dieta de salchichas, papas fritas, trocitos de pollo rebozados y pizza. Tenía 26 meses de edad cuando dijo su primera palabra: “Árbol”.
Dale tenía una reserva inagotable de energía, pero corría de manera repetitiva, casi automática y sin propósito. O se ponía a girar largos ratos como patinador en hielo en el mismo sitio, siempre en el sentido de las agujas del reloj. De noche sólo dormía en lapsos de una hora.
Le gustaba ir a jugar al parque cercano a nuestro departamento en Greenock, cerca de Glasgow, Escocia, pero siempre se negaba a volver a casa. Tenía que alzarlo en brazos y llevarlo a la fuerza. En esas ocasiones gritaba, me daba manotazos y puntapiés, me arañaba la cara o trataba de morderme para demostrar toda la fuerza de su furia.
Al pobre lo aterraba todo, pero era absolutamente incapaz de comunicar sus temores o entender nuestros intentos de tranquilizarlo. Ni siquiera sabía quiénes éramos, y nuestros esfuerzos por interactuar con él eran profundamente frustrantes, agotadores y, a final de cuentas, inútiles. Mientras que otras madres podían disfrutar de arrumacos, besos y abrazos, con mi pequeño la situación era distinta.
Cuando Dale iba a cumplir cuatro años se nos dio el diagnóstico “oficial” de autismo clásico, reconocible por tres impedimentos: interacción social, comunicación e imaginación. Al final fue un alivio saberlo, aunque a Jamie le costó trabajo aceptar el hecho. Nuestro matrimonio se había tambaleado y, en un momento en que me sentí muy deprimida, hasta pensé en suicidarme. Una vez conscientes de que el niño necesitaba educación y estimulación especiales, pasábamos varias horas por día repitiéndole las mismas palabras, instrucciones y canciones. Como muchos niños autistas, Dale se obsesionó con Thomas y sus amigos, unos trencitos de juguete cuyos colores vivos y expresiones faciales elocuentes facilitan a los chicos identificar a los personajes y relacionarse con ellos.
La mayor parte de la comunicación humana es no verbal; se realiza por medio de los ojos, la cara y el lenguaje corporal, y es en este ámbito donde los autistas afrontan los mayores problemas. Les resulta difícil en extremo interpretar las señales no habladas, o entender que detrás de la expresión facial de una persona hay pensamientos, sentimientos y emociones muy diferentes de las suyas. Incluso con la palabra hablada, para los autistas es muy difícil entender el significado de los distintos tonos de voz.
Nos mudamos a una casa sola en un barrio tranquilo de Greenock, con un jardín seguro para Dale. Aunque nos acomodamos pronto y estábamos rodeados de vecinos maravillosos, fue triste ver que los chicos que venían a la casa a jugar se quedaban poco tiempo porque no entendían a nuestro hijo. Dale tenía que jugar solo.
Un cachorro en casa
Lo que menos necesitamos es un perro”. Ésa fue la respuesta espontánea de mi esposo. Sin embargo, yo pensaba que sería bueno para Dale tener un amigo cerca, de modo que fuimos a la casa de Val, criador de Golden Retriever. Cuatro preciosos cachorritos se pusieron a jugar alrededor de nosotros.
Dale no les hizo el menor caso. Peor aún, empezó a hamacarse y a gemir.
—Está a punto de hacer un berrinche —me susurró Jamie.
Luego el niño señaló algo que había junto al televisor y exclamó:
—¡Thomas!
Era un video de Thomas y sus amigos, así que de inmediato se dispuso a verlo.. Se sacó los zapatos y se sentó frente al televisor.
Me arrodillé y comencé a jugar con uno de los cachorros para tratar de atraer la atención de Dale, y agité una pata del perrito en dirección a él. Totalmente absorto ante el televisor, el niño acarició al animal, aunque ni siquiera dio vuelta para mirarlo.
—¿Te conseguiste un amiguito nuevo, Dale? —le preguntó sonriendo el criador—. ¿Qué nombre le vas poner?
En ese momento el tren favorito de mi hijo apareció en la pantalla.
—¡Henry! —gritó.
Dale tenía cinco años y ocho meses cuando Henry vino a vivir con nosotros, en febrero de 1994. La primera mañana después de su llegada, nos llevamos dos sorpresas: el niño no estaba en nuestra cama, y se oía mucho ruido en la planta baja.
Alcanzamos a oír lo que Dale decía, como cantando:

Clases de obediencia
Jamie y yo vimos a dale transformarse de un niño desvalido y solitario en un chiquito feliz, que por fin tenía un amigo con quien jugar.. Y hubo otro beneficio que no previmos: Henry resultó ser un asombroso recurso educativo viviente. Empezamos a enseñarle a Dale algunas cosas sobre su mascota; luego él se sentaba junto al perro y retransmitía la información: “Ésta es tu nariz... Tu pata... Éstas son tus orejas...”.
El niño jamás se había lavado las manos por iniciativa propia; ahora, antes de darle su comida a Henry, los tres nos lavábamos las manos. Con el tiempo Dale aprendió a realizar este ritual por su cuenta y con gusto, pues estaba haciendo algo por su perro. Gracias a Henry (Golden Retriever), mi hijo aprendió a identificar su propia hambre y a reconocer el momento de almorzar o cenar.
Con ayuda del perro, conseguimos también darle un baño a Dale sin que hiciera lío, convencerlo para que se cepillara los dientes y se peinara e incluso para que se dejara cortar el pelo. Y aprendió a ir al baño solo. Por fin pudimos prescindir de los pañales.
El cambio de Dale también se hizo notorio para el personal de la escuela de educación especial en que lo inscribimos. Se relacionaba mejor con la gente y día tras día mostraba progresos en sus habilidades. Cuando a Henry ya no le quedó su collar de cachorro, Dale le eligió uno nuevo, de color azul, como el de Thomas. Esto nos permitió comprarle zapatos nuevos, antes motivo de una batalla campal.
Tenía dificultad para agarrar un lápiz, pero, por primera vez, volvió de la escuela con un dibujo reconocible: Henry con platos para perro.
Unos seis meses después, estaba yo junto a la ventana viendo a Dale jugar con Henry cuando de pronto noté que el perro rengueaba. En los siguientes días la situación empeoró: Henry perdió el apetito, se negó a salir a caminar e incluso al jardín; teníamos que llevarlo afuera en brazos. Me quedé consternada cuando el veterinario me dijo que el perro estaba muy enfermo: rengo de las cuatro patas y con mucho dolor. Al parecer tenía panosteítis, enfermedad de los huesos que causa inflamación y dolor intenso. Le recetaron esteroides en altas dosis. Me sentí desconsolada cuando supe que si el tratamiento no surtía efecto, sería más compasivo sacrificar al animal. El veterinario intentó reconfortarme cuando le expliqué entre lágrimas lo que Henry representaba para nosotros.
—No es sólo un perro —le dije una y otra vez.
No pudimos ocultarle a Dale que su perro estaba enfermo. Por suerte, él aceptó la situación y cuidó a Henry; lo acariciaba y le hablaba, mostrándole comprensión y afecto. Una vez, mientras Henry dormía en el sofá, Dale fue a buscar su acolchado de trenes favorito y lo cubrió con él. Luego reunió su preciada colección de trenes y los puso alrededor del perro. A su manera, le contaba cuentos; no los leía, sino que los actuaba.
Cuando Jamie y yo estábamos solos, cuidábamos al perro con profundo desaliento. Yo me preguntaba por qué nos pasaba esto, después de todo lo que habíamos sufrido.
Conforme los esteroides iban surtiendo efecto, Henry empezó a comer con algo de su habitual apetito. Un mes después se recuperó y volvió a disfrutar de sus caminatas vespertinas con Jamie y Dale.
Furia desatada
Pese a nuestros constantes esfuerzos por comunicarnos con Dale cuando estaba en su mundo autista, con frecuencia resultaba imposible acercarse a él. A veces, si levantábamos del suelo o sólo tocábamos uno de sus trenes, se enfurecía. Con Henry, sin embargo, era otra historia. Si el perro levantaba un tren con los dientes, el niño sencillamente le abría el hocico, sacaba el juguete y le decía: “No hagas eso, Henry. Agarraste mi Gordon y eso no le gusta a Dale”.
Un día en que fui testigo de uno de estos incidentes, le dije a Jamie:
—Ha dejado al perro entrar en su mundo, pero nosotros seguimos siendo sólo objetos que satisfacemos sus necesidades.
En ese momento yo sentía la falta de ese vital vínculo emocional con mi hijo, que para la mayoría de las madres es lo más natural del mundo. Jamie me comprendió, pero me recordó:
—Tal vez nunca te quiera, Nuala. No sabe qué es el amor.
A pesar de la terapia de lenguaje, las técnicas especiales de la escuela y nuestra propia intervención, parecía que iba a pasar mucho tiempo antes
de que Dale aprendiera a relacionarse correctamente. Aún tenía gran dificultad para interpretar las expresiones faciales y la comunicación no verbal en general, así como problemas de dicción. No sólo hablaba en el tono incorrecto y se reía sin motivo, sino que oír ciertas palabras, como “okey” o “escuela”, le provocaba un ataque de furia.
Un día de la primavera de 1995, mientras Dale dibujaba muy contento con Henry a su lado, hojeé su bloc de notas de la escuela y me di cuenta de que su caligrafía había mejorado.
—Dale —le dije—, tu letra es muy bonita. Me siento orgullosa de ti.
Demasiado tarde recordé que la palabra “orgulloso” era una de las que detestaba oír. Furioso, se tapó los oídos con las manos y gritó:
—¡No digas “orgullosa”!
—No es malo que esté orgullosa de ti —repliqué tratando de tranquilizarlo, y sin pensarlo agregué—: No pasa nada, ¿okey?
—¡No digas “okey”! —me exigió con otro grito, y entonces comenzó a golpearse la cabeza contra la pared.
No tuve más remedio que sujetarlo para evitar que se hiciera daño. Me senté encima de él y le sostuve la cabeza. Tan grande era su rabia que me vi obligada a contenerlo unos 40 minutos, durante los cuales me arrancó una manga de la blusa. Así nos encontró Jamie cuando llegó del trabajo.
Para tratar de calmar a Dale, se agachó y le dijo:
—Me gustaría que corriéramos un rato en el jardín. ¿Qué te parece?
El niño seguía gimiendo y luchando por soltarse, rojo de furia y con los ojos a punto de salírsele de las órbitas.
—¡Ay! esto es terrible —le susurré a mi esposo—. Ahora hasta el perro parece preocupado.
En un momento de inspiración, Jamie cambió la voz y dijo:
—Dale, te habla Henry. No me gusta que llores. Me preocupo mucho. ¿Puedes dejar de hacerlo, por favor?
Nuestro hijo se serenó de inmediato, y respondió:
—Está bien, Henry. Lo siento.
Mi esposo y yo nos miramos, perplejos pero aliviados, y en seguida Jamie dijo con la misma voz fingida:
—Entonces qué, Dale, ¿salimos a correr?
Al oír estas palabras, el niño me hizo a un lado de un leve empujón, se enderezó hasta quedar sentado y contestó:
—Vamos, Henry.
Más tarde, al caer la noche, nos preparamos para la batalla diaria de llevarlo a la cama, que solía durar unas dos horas.
Jamie hizo el primer intento:
—Dale, el piyama. Es hora de dormir.
Henry dormía junto a la chimenea. Dale lo miró, luego se acercó a mi esposo y, sacudiéndole el suéter pero sin mirarlo a la cara, le dijo:
—No, papá, habla como Henry.
Jamie comprendió, y de nuevo cambió la voz:
—Dale, soy Henry. Por favor, ponte el piyama. Estoy cansado.
—Está bien, Henry —respondió el niño de buena gana, y entonces se fue a su cuarto.
Nos quedamos atónitos. Dale regresó con el piyama puesto, lo cual jamás había hecho; incluso había tratado de abotonárselo.
—Henry, es hora de dormir —dijo con firmeza—. Ven.
Jamie habló con su propia voz:
—Buenas noches, hijo.
A esto siguió algo que nunca habíamos oído. Dale respondió:
—Buenas noches, papá.
Yo también quise hacer la prueba:
—Buenas noches, Dale.
—Buenas noches, mamá.
Fue la música más dulce que había escuchado nunca.
Palabras mágicas
Cuando mi esposo y yo consultamos a los expertos, nos enteramos de que es muy común que un tercero reduzca la angustia que la conversación directa le produce a un niño autista. Nos contaron de un chico que sólo podía comunicarse con su maestra cuando ella le volvía la espalda y levantaba un teléfono para hablar con él. Estaban en el mismo cuarto, pero el medio indirecto de comunicación le permitía al niño escapar de la presión no verbal.
Henry, con sus ojos mansos, se había convertido en el “teléfono” de Dale. Cuando hablábamos a través de él, el perro ponía atención y meneaba la
cabeza. Para mí, había pasado a ser un segundo hijo. El niño aún hacía berrinches, aunque con menos frecuencia; sin embargo, hubo un día en que ni la voz de Henry pudo calmarlo. Se enfureció cuando dije “escuela” con mi propia voz. Al tratar de apaciguarlo, se apartó de mí y empezó a golpearse la cabeza contra la pared. Lo intenté de nuevo:
—Dale, soy Henry. Estoy asustado... Tú me estás asustando.
El niño no reaccionó a mis palabras y, horrorizada, lo vi correr hasta el perro y darle una patada tremenda, al tiempo que gritaba:
—¡Te odio!
El pobre Henry aulló y corrió a echarse en un rincón.
—¡Dale, se acabó! —grité—. No vas a arruinarle la vida a este perro.
Lo voy a llevar de regreso con Val.
Sin entender, el niño sólo se meció de adelante hacia atrás y repitió:
—De regreso con Val.
Me preocupó mucho el bienestar de Henry, y más aún que Dale pensara que podía desquitar su coraje maltratando al perro, como lo hacía conmigo. Mi esposo y yo necesitábamos hacer algo.
Cuando Jamie fue a consolar a Henry, usó la “voz” del perro:
—Papá, por favor, ayúdame. Me siento triste. Dale me odia. Me lastimó. Me duele mucho el lomo.
Le pusimos un vendaje a Henry. Luego empecé a guardar las cosas del perro: sus platos, juguetes y artículos de higiene. Dale sólo observaba, apretando los dientes, hamacándose y gimiendo.
Fingí llamar al criador.
—Tendremos que llevarlo a vivir contigo otra vez, Val.
Dale soltó un grito de espanto y corrió hasta Henry. Lo abrazó con fuerza y se puso a llorar desconsoladamente.
—Henry, lo siento —dijo—. Por favor, no me dejes. Te quiero.
Nunca antes había expresado sentimientos amorosos, y a nosotros no nos importó que fuera un perro el que los recibiera primero. También nos dimos cuenta de que Dale entendía lo que había hecho, así que Henry, en la voz de mi esposo, le dijo en tono de perdón:
—Yo también te quiero, Dale, y deseo vivir contigo.
Deshicimos la valija, fingimos hablar de nuevo con Val y, a la hora de dormir, “Henry” dijo que se sentía mucho mejor. Le sacamos el vendaje, y el rostro de Dale se iluminó de alivio.
Acosté a mi hijo en su cama y le di un beso. Entonces, cuando iba a salir del cuarto, una vocecita triste me dijo:
—Mamá, Dale quiere a su perro... Y quiere a su mamá.
Cinco palabras mágicas.
Varios días después, mientras hacíamos fila para pagar en el supermercado, Dale de pronto se inclinó hacia delante y me besó la mano, que
tenía apoyada en la barra del carrito. Al darse cuenta, una señora que estaba formada detrás de nosotros me dijo:
—Nunca había visto a un niño hacer eso. ¡Qué chico tan cariñoso! Debe de quererla mucho.
Sonreí y pensé: Dios mío, ¡si supiera toda la historia! Ahora que Jamie y yo sabíamos lo importante que Henry era para Dale —y que el niño nos quería y entendía el significado del amor—, comprendimos que no había
límite para lo que nos faltaba descubrir en el fondo de su corazón.
Un nuevo comienzo
Después de unos tres años, poco a poco dejamos de usar la voz de Henry para comunicarnos con Dale. El niño entró en una escuela dominical y luego en una organización cristiana juvenil. Durante todo ese tiempo mejoró su manera de relacionarse y empezó a hacer amigos de verdad. Toleraba viajar y dormir fuera de casa. Participó en talleres de teatro y pintura, y asistió a una escuela primaria normal.
En la secundaria, ninguno de sus compañeros sabía que era autista, y pasarían cinco años antes de que sus nuevos amigos conocieran la verdad. Con maestros decididos a ayudarlo a desarrollar todo su potencial, y gracias a su propio esfuerzo, aprobó los cursos. Ya podía asistir a una escuela superior y obtener un certificado básico en educación temprana y cuidado infantil, pues tenía deseos de usar sus experiencias para ayudar a otros. ¡Qué camino tan largo ha recorrido desde que era un niñito desvalido, y qué deuda tan grande tenemos con cierto Golden Retriever!
Henry no había dejado de tomar medicamentos para su enfermedad, pero lo afectaban mucho. Tenía 12 años, una edad avanzada incluso para un ejemplar sano de su raza. A principios de 2006 se agravó. En las primeras horas del domingo de Pascua nos dimos cuenta de que estaba sufriendo mucho. Jamie y yo tratamos de ponerlo en pie, pero no pudo sostenerse y se derrumbó ante nosotros, terriblemente débil pero todavía alerta y consciente. Lo llevamos a una clínica veterinaria en Glasgow. Dale iba en el asiento
trasero del auto, con la cabeza de Henry apoyada en su regazo, y no dejaba de acariciarlo, en silencio y con rostro sereno.
Traté de explicar lo imposible al veterinario y a la enfermera cuando dejamos a nuestro perro bajo su cuidado. Sencillamente no había palabras para expresar lo que Henry significaba para nosotros. Cuando regresamos al día siguiente, había empeorado. Al oír la opinión del médico, Dale me miró a los ojos y, con voz quebrada por el llanto, dijo:
—Mamá, es la decisión más difícil que he tenido que tomar en mi vida, pero sé que es hora de dejar que mi perro se vaya.
Con la madurez y dignidad del adolescente que era ahora, dio su con-
sentimiento para que el veterinario preparara la inyección.
—Ya vas a estar bien, Henry —le susurró a su perro—. Con este pinchazo te pondrás mejor.
Sentado en el suelo, con su adorada mascota en el regazo, le besó la cabeza una y otra vez.
Lo dejamos un rato a solas con Henry, cuyo viejo y maltrecho cuerpo por fin iba a descansar. Cuando salió del cuarto, con el collar de su perro en la mano, rompió a llorar con gran desconsuelo. Esa última noche, como todas las siguientes, Dale durmió con el collar de Henry bajo la almohada.
Dale hoy día tiene 19 años. Terminó sus cursos de cuidado infantil, y ahora quiere estudiar para obtener un certificado superior. A mediados de 2007 lo invitaron
a unirse a la tripulación de un velero que iba a competir en una regata. En la actualidad trabaja como voluntario en Bernardo’s, organización no gubernamental británica que ayuda a niños desamparados.

“En memoria de Henry ( Golden Retriever ) y todos los animales de servicio y trabajo”

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fuente : wikipedia.org

 

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