AUTISMO
El autismo es un desorden del desarrollo
del cerebro que puede comenzar en niños antes de los tres años de edad y que
deteriora su comunicación e interacción social causando un comportamiento
restringido y repetitivo. Puede clasificarse de diversas formas, como un
desorden en el desarrollo neurológico o un desorden en el aparato psíquico.
Las personas con autismo clásico muestran distintos tipos de síntomas:
interacción social limitada, problemas con la comunicación verbal y no verbal.
Las características del autismo por lo general aparecen durante los primeros
tres años de la niñez (con frecuencia no se nota antes de los 2 ó 3 años de
edad) y continúan a lo largo de toda la vida. Aunque no existe una "cura", el
cuidado apropiado puede promover un desarrollo relativamente normal y reducir
los comportamientos considerados inapropiados. Las personas con autismo tienen
una esperanza de vida normal.
ORIGEN
La palabra autismo, del griego auto- de
autós, "propio, uno mismo", fue utilizada por primera vez por el psiquiatra
suizo Eugene Bleuler, en un tomo del American Journal of Insanity en 1912.
La clasificación médica del autismo no ocurrió hasta 1943 cuando el Dr. Leo
Kanner del Hospital John Hopkins estudió a un grupo de 11 niños e introdujo la
caracterización autismo infantil temprano. Al mismo tiempo, un científico
Austriaco, el Dr. Hans Asperger, utilizó coincidentemente el término psicopatía
autista en niños que exhibían características similares. El trabajo del Dr.
Asperger, sin embargo, no fue reconocido hasta 1981 (por medio de Lorna Wing),
debido principalmente a que fue escrito en alemán.
Las interpretaciones del comportamiento de los grupos observados por Kanner y
Asperger fueron distintas. Kanner reportó que 3 de los 11 niños no hablaban y
los demás no utilizaban las capacidades lingüísticas que poseían. También notó
el comportamiento auto-estimulatorio y "extraños" movimientos de aquellos niños.
Por su lado Asperger notó, más bien, sus intereses intensos e inusuales, su
repetitividad de rutinas, y su apego a ciertos objetos que era muy diferente al
autismo de alto rendimiento ya que en el Asperger todos hablan. Indicó que
algunos de estos niños hablaban como "pequeños profesores" acerca de su área de
interés, y propuso que para tener éxito en las ciencias y el arte.
Aunque tanto Hans Asperger como Leo Kanner posiblemente observaron la misma
condición, sus diferentes interpretaciones llevaron a la formulación de Síndrome
de Asperger (término utilizado por Lorna Wing en una publicación en 1981) y lo
que lo diferenciaba al autismo de Kanner.
TRATAMIENTO
No existe por ahora un tratamiento que
cure el autismo. En la actualidad el tratamiento preferido está basado en el
análisis conductual aplicado (Applied Behavior Analysis o ABA), puesto que
estudios científicos e independientes han demostrado su utilidad para elevar el
nivel de funcionamiento de los niños con comportamientos autistas. Se cree que
un inicio temprano de la terapia y la intensidad del mismo mejora las
probabilidades de aumentar el nivel de funcionamiento.
Existen una serie de tratamientos no probados que son populares entre los padres
de niños autistas. Tal es el caso de tratamientos biológicos y terapias de
diversos tipos; algunos padres consideraron que el tratamiento con quelantes ha
mejorado significativamente sus niños autistas. Al día de hoy sin embargo, sólo
los tratamientos psicológicos conductuales presentan fuerte evidencia a su
favor.
La educación como el vehículo para el tratamiento de las personas con autismo,
es necesario crear programas educativos adaptados a las necesidades individuales
de cada persona con autismo. Cabe destacar el trabajo que se está realizando con
algunas personas con autismo en el campo de la Planificación centrada en la
persona (PCP)
Autismo Europa en el año 2000, editó un documento con el nombre Descripción del
autismo., donde señalaba que la edad adulta es el período más largo de la vida y
el plan de tratamiento debe considerar el acceso a una variedad de recursos, que
van desde la atención residencial y los hogares de grupo, hasta un apoyo
personalizado en la comunidad; y alternativas ocupacionales, desde centros
estructurados de día, empleo especial con apoyo, hasta la plena integración
laboral. En España existen Centros como el Infanta Leonor de Alicante, que
dirigido por Ignacio Leyda, ofrece estos servicios desde 2001.
El grupo de expertos del Instituto de Salud Carlos III (Ministerio de Sanidad
español) publicó en 2006 una Guía de buena práctica para el tratamiento de los
trastornos del espectro autista que revisa la evidencia científica de los
diferentes abordajes terapéuticos y farmacológicos.
PRONÓSTICOS
El pronóstico del autismo es aparentemente
impredecible. Algunos niños se desarrollan a niveles en los cuales su autismo no
es comúnmente perceptible, sin razón aparente. Otros desarrollan habilidades
funcionales luego de un tratamiento intenso con terapia ABA. Algunos padres
reportan mejorías luego de utilizar tratamientos biológicos (no probados). Por
otro lado, muchos individuos autistas requieren ser cuidados de por vida y otros
nunca desarrollan lenguaje oral. La terapia parece no tener efecto alguno en
ciertos casos. Mientras que algunos autistas adultos parecen mejorar en su
funcionamiento al pasar el tiempo, otros reportan que se vuelven "más autistas".
La ansiedad y la depresión se presentan con frecuencia en adolescentes y adultos
autistas. Se sabe que la respuesta al estrés es más pronunciada en muchos
autistas, lo cual podría ser una causa. Pero dados los deficits sociales de los
autistas, también es posible que la ansiedad y depresión se deban a instancias
de adversidad social.
Las diferencias cerebrales de un individuo realmente autista son tan
pronunciadas que es improbable que se puedan eliminar por medio del uso de
fármacos o terapia, por más intensiva que sea. Aunque su comportamiento externo
sea parecido al de las personas no autistas, internamente la persona autista
seguirá siendo diferente a los demás neurológicamente.
En una minoría de casos la persona autista puede sacar ventaja de su condición y
lograr éxito en su área de interés. Un ejemplo es el caso de la Dra. Temple
Grandin, considerada autista desde una temprana edad, quien ahora es Profesora
Asociada de la Universidad de Colorado, experta en equipo de manejo de ganado, y
autora de varios libros acerca del autismo, incluyendo el popular "Thinking in
Pictures" (Pensando en Imágenes).
INTEGRACIÓN DE LOS NIÑOS AUTISTAS A
ESCUELAS REGULARES
Los niños con autismo se pueden integrar a
escuelas regulares, siempre y cuando cuenten con los apoyos que requieren para
aprender y desarrollarse en la escuela. Cada niño es único con sus fortalezas,
gustos y retos. Es decir que tampoco los niños con autismo son iguales entre sí,
por lo que en la escuela se debe formar un equipo de trabajo junto con la
familia y si es necesario especialistas externos. Este equipo se encarga de
definir los objetivos para el alumno, así como la forma en que van a trabajar
con él. Es muy importante tomar en cuenta las fortalezas del niño al diseñar su
programa
UNA
HERMOSA HISTORIA : UN NIÑO AUTISTA Y SU AMIGO
Una historia, que nos
ayudará a comprender el beneficio del vínculo entre animales y seres
humanos, en este caso la historia de un niño con características
autistas y su perro golden.
Es la historia de una joven familia que tiene un hijo, su único
hijo, autista. Aislado completamente del mundo real, nadie podía
entrar en "su mundo", hasta que llegó a su vida Henry... un perro.
Dale vivía en un mundo vedado para nosotros, pero un día llegó Henry
y nos abrió la puerta...
Cada instante de cada día era un desafío para mi esposo, Jamie, y
para mí. Dale, nuestro hijo único, estaba completamente encerrado en
su mundo autista. Cualquier intento de tocarlo o tan sólo acercarnos
a él parecía aterrarlo.
A la mañana se ponía rígido cuando yo trataba de vestirlo. Muchas
veces se sacaba la ropa y nos hacía ver con toda claridad que
prefería quedarse desnudo. Dale no entendía qué era el control de
esfínteres, así que yo llevaba pañales a dondequiera que íbamos.
Rara vez tenía hambre y se provocaba el vómito si yo incluía un solo
garbanzo o rodaja de zanahoria en su deplorable dieta de salchichas,
papas fritas, trocitos de pollo rebozados y pizza. Tenía 26 meses de
edad cuando dijo su primera palabra: “Árbol”.
Dale tenía una reserva inagotable de energía, pero corría de manera
repetitiva, casi automática y sin propósito. O se ponía a girar
largos ratos como patinador en hielo en el mismo sitio, siempre en
el sentido de las agujas del reloj. De noche sólo dormía en lapsos
de una hora.
Le gustaba ir a jugar al parque cercano a nuestro departamento en
Greenock, cerca de Glasgow, Escocia, pero siempre se negaba a volver
a casa. Tenía que alzarlo en brazos y llevarlo a la fuerza. En esas
ocasiones gritaba, me daba manotazos y puntapiés, me arañaba la cara
o trataba de morderme para demostrar toda la fuerza de su furia.
Al pobre lo aterraba todo, pero era absolutamente incapaz de
comunicar sus temores o entender nuestros intentos de
tranquilizarlo. Ni siquiera sabía quiénes éramos, y nuestros
esfuerzos por interactuar con él eran profundamente frustrantes,
agotadores y, a final de cuentas, inútiles. Mientras que otras
madres podían disfrutar de arrumacos, besos y abrazos, con mi
pequeño la situación era distinta.
Cuando Dale iba a cumplir cuatro años se nos dio el diagnóstico
“oficial” de autismo clásico, reconocible por tres impedimentos:
interacción social, comunicación e imaginación. Al final fue un
alivio saberlo, aunque a Jamie le costó trabajo aceptar el hecho.
Nuestro matrimonio se había tambaleado y, en un momento en que me
sentí muy deprimida, hasta pensé en suicidarme. Una vez conscientes
de que el niño necesitaba educación y estimulación especiales,
pasábamos varias horas por día repitiéndole las mismas palabras,
instrucciones y canciones. Como muchos niños autistas, Dale se
obsesionó con Thomas y sus amigos, unos trencitos de juguete cuyos
colores vivos y expresiones faciales elocuentes facilitan a los
chicos identificar a los personajes y relacionarse con ellos.
La mayor parte de la comunicación humana es no verbal; se realiza
por medio de los ojos, la cara y el lenguaje corporal, y es en este
ámbito donde los autistas afrontan los mayores problemas. Les
resulta difícil en extremo interpretar las señales no habladas, o
entender que detrás de la expresión facial de una persona hay
pensamientos, sentimientos y emociones muy diferentes de las suyas.
Incluso con la palabra hablada, para los autistas es muy difícil
entender el significado de los distintos tonos de voz.
Nos mudamos a una casa sola en un barrio tranquilo de Greenock, con
un jardín seguro para Dale. Aunque nos acomodamos pronto y estábamos
rodeados de vecinos maravillosos, fue triste ver que los chicos que
venían a la casa a jugar se quedaban poco tiempo porque no entendían
a nuestro hijo. Dale tenía que jugar solo.
Un cachorro en casa
Lo que menos necesitamos es un perro”. Ésa fue la respuesta
espontánea de mi esposo. Sin embargo, yo pensaba que sería bueno
para Dale tener un amigo cerca, de modo que fuimos a la casa de Val,
criador de Golden Retriever. Cuatro preciosos cachorritos se
pusieron a jugar alrededor de nosotros.
Dale no les hizo el menor caso. Peor aún, empezó a hamacarse y a
gemir.
—Está a punto de hacer un berrinche —me susurró Jamie.
Luego el niño señaló algo que había junto al televisor y exclamó:
—¡Thomas!
Era un video de Thomas y sus amigos, así que de inmediato se dispuso
a verlo.. Se sacó los zapatos y se sentó frente al televisor.
Me arrodillé y comencé a jugar con uno de los cachorros para tratar
de atraer la atención de Dale, y agité una pata del perrito en
dirección a él. Totalmente absorto ante el televisor, el niño
acarició al animal, aunque ni siquiera dio vuelta para mirarlo.
—¿Te conseguiste un amiguito nuevo, Dale? —le preguntó sonriendo el
criador—. ¿Qué nombre le vas poner?
En ese momento el tren favorito de mi hijo apareció en la pantalla.
—¡Henry! —gritó.
Dale tenía cinco años y ocho meses cuando Henry vino a vivir con
nosotros, en febrero de 1994. La primera mañana después de su
llegada, nos llevamos dos sorpresas: el niño no estaba en nuestra
cama, y se oía mucho ruido en la planta baja.
Alcanzamos a oír lo que Dale decía, como cantando:
Clases de obediencia
Jamie y yo vimos a dale transformarse de un niño desvalido y
solitario en un chiquito feliz, que por fin tenía un amigo con quien
jugar.. Y hubo otro beneficio que no previmos: Henry resultó ser un
asombroso recurso educativo viviente. Empezamos a enseñarle a Dale
algunas cosas sobre su mascota; luego él se sentaba junto al perro y
retransmitía la información: “Ésta es tu nariz... Tu pata... Éstas
son tus orejas...”.
El niño jamás se había lavado las manos por iniciativa propia;
ahora, antes de darle su comida a Henry, los tres nos lavábamos las
manos. Con el tiempo Dale aprendió a realizar este ritual por su
cuenta y con gusto, pues estaba haciendo algo por su perro. Gracias
a Henry (Golden Retriever), mi hijo aprendió a identificar su propia
hambre y a reconocer el momento de almorzar o cenar.
Con ayuda del perro, conseguimos también darle un baño a Dale sin
que hiciera lío, convencerlo para que se cepillara los dientes y se
peinara e incluso para que se dejara cortar el pelo. Y aprendió a ir
al baño solo. Por fin pudimos prescindir de los pañales.
El cambio de Dale también se hizo notorio para el personal de la
escuela de educación especial en que lo inscribimos. Se relacionaba
mejor con la gente y día tras día mostraba progresos en sus
habilidades. Cuando a Henry ya no le quedó su collar de cachorro,
Dale le eligió uno nuevo, de color azul, como el de Thomas. Esto nos
permitió comprarle zapatos nuevos, antes motivo de una batalla
campal.
Tenía dificultad para agarrar un lápiz, pero, por primera vez,
volvió de la escuela con un dibujo reconocible: Henry con platos
para perro.
Unos seis meses después, estaba yo junto a la ventana viendo a Dale
jugar con Henry cuando de pronto noté que el perro rengueaba. En los
siguientes días la situación empeoró: Henry perdió el apetito, se
negó a salir a caminar e incluso al jardín; teníamos que llevarlo
afuera en brazos. Me quedé consternada cuando el veterinario me dijo
que el perro estaba muy enfermo: rengo de las cuatro patas y con
mucho dolor. Al parecer tenía panosteítis, enfermedad de los huesos
que causa inflamación y dolor intenso. Le recetaron esteroides en
altas dosis. Me sentí desconsolada cuando supe que si el tratamiento
no surtía efecto, sería más compasivo sacrificar al animal. El
veterinario intentó reconfortarme cuando le expliqué entre lágrimas
lo que Henry representaba para nosotros.
—No es sólo un perro —le dije una y otra vez.
No pudimos ocultarle a Dale que su perro estaba enfermo. Por suerte,
él aceptó la situación y cuidó a Henry; lo acariciaba y le hablaba,
mostrándole comprensión y afecto. Una vez, mientras Henry dormía en
el sofá, Dale fue a buscar su acolchado de trenes favorito y lo
cubrió con él. Luego reunió su preciada colección de trenes y los
puso alrededor del perro. A su manera, le contaba cuentos; no los
leía, sino que los actuaba.
Cuando Jamie y yo estábamos solos, cuidábamos al perro con profundo
desaliento. Yo me preguntaba por qué nos pasaba esto, después de
todo lo que habíamos sufrido.
Conforme los esteroides iban surtiendo efecto, Henry empezó a comer
con algo de su habitual apetito. Un mes después se recuperó y volvió
a disfrutar de sus caminatas vespertinas con Jamie y Dale.
Furia desatada
Pese a nuestros constantes esfuerzos por comunicarnos con Dale
cuando estaba en su mundo autista, con frecuencia resultaba
imposible acercarse a él. A veces, si levantábamos del suelo o sólo
tocábamos uno de sus trenes, se enfurecía. Con Henry, sin embargo,
era otra historia. Si el perro levantaba un tren con los dientes, el
niño sencillamente le abría el hocico, sacaba el juguete y le decía:
“No hagas eso, Henry. Agarraste mi Gordon y eso no le gusta a Dale”.
Un día en que fui testigo de uno de estos incidentes, le dije a
Jamie:
—Ha dejado al perro entrar en su mundo, pero nosotros seguimos
siendo sólo objetos que satisfacemos sus necesidades.
En ese momento yo sentía la falta de ese vital vínculo emocional con
mi hijo, que para la mayoría de las madres es lo más natural del
mundo. Jamie me comprendió, pero me recordó:
—Tal vez nunca te quiera, Nuala. No sabe qué es el amor.
A pesar de la terapia de lenguaje, las técnicas especiales de la
escuela y nuestra propia intervención, parecía que iba a pasar mucho
tiempo antes
de que Dale aprendiera a relacionarse correctamente. Aún tenía gran
dificultad para interpretar las expresiones faciales y la
comunicación no verbal en general, así como problemas de dicción. No
sólo hablaba en el tono incorrecto y se reía sin motivo, sino que
oír ciertas palabras, como “okey” o “escuela”, le provocaba un
ataque de furia.
Un día de la primavera de 1995, mientras Dale dibujaba muy contento
con Henry a su lado, hojeé su bloc de notas de la escuela y me di
cuenta de que su caligrafía había mejorado.
—Dale —le dije—, tu letra es muy bonita. Me siento orgullosa de ti.
Demasiado tarde recordé que la palabra “orgulloso” era una de las
que detestaba oír. Furioso, se tapó los oídos con las manos y gritó:
—¡No digas “orgullosa”!
—No es malo que esté orgullosa de ti —repliqué tratando de
tranquilizarlo, y sin pensarlo agregué—: No pasa nada, ¿okey?
—¡No digas “okey”! —me exigió con otro grito, y entonces comenzó a
golpearse la cabeza contra la pared.
No tuve más remedio que sujetarlo para evitar que se hiciera daño.
Me senté encima de él y le sostuve la cabeza. Tan grande era su
rabia que me vi obligada a contenerlo unos 40 minutos, durante los
cuales me arrancó una manga de la blusa. Así nos encontró Jamie
cuando llegó del trabajo.
Para tratar de calmar a Dale, se agachó y le dijo:
—Me gustaría que corriéramos un rato en el jardín. ¿Qué te parece?
El niño seguía gimiendo y luchando por soltarse, rojo de furia y con
los ojos a punto de salírsele de las órbitas.
—¡Ay! esto es terrible —le susurré a mi esposo—. Ahora hasta el
perro parece preocupado.
En un momento de inspiración, Jamie cambió la voz y dijo:
—Dale, te habla Henry. No me gusta que llores. Me preocupo mucho.
¿Puedes dejar de hacerlo, por favor?
Nuestro hijo se serenó de inmediato, y respondió:
—Está bien, Henry. Lo siento.
Mi esposo y yo nos miramos, perplejos pero aliviados, y en seguida
Jamie dijo con la misma voz fingida:
—Entonces qué, Dale, ¿salimos a correr?
Al oír estas palabras, el niño me hizo a un lado de un leve empujón,
se enderezó hasta quedar sentado y contestó:
—Vamos, Henry.
Más tarde, al caer la noche, nos preparamos para la batalla diaria
de llevarlo a la cama, que solía durar unas dos horas.
Jamie hizo el primer intento:
—Dale, el piyama. Es hora de dormir.
Henry dormía junto a la chimenea. Dale lo miró, luego se acercó a mi
esposo y, sacudiéndole el suéter pero sin mirarlo a la cara, le
dijo:
—No, papá, habla como Henry.
Jamie comprendió, y de nuevo cambió la voz:
—Dale, soy Henry. Por favor, ponte el piyama. Estoy cansado.
—Está bien, Henry —respondió el niño de buena gana, y entonces se
fue a su cuarto.
Nos quedamos atónitos. Dale regresó con el piyama puesto, lo cual
jamás había hecho; incluso había tratado de abotonárselo.
—Henry, es hora de dormir —dijo con firmeza—. Ven.
Jamie habló con su propia voz:
—Buenas noches, hijo.
A esto siguió algo que nunca habíamos oído. Dale respondió:
—Buenas noches, papá.
Yo también quise hacer la prueba:
—Buenas noches, Dale.
—Buenas noches, mamá.
Fue la música más dulce que había escuchado nunca.
Palabras mágicas
Cuando mi esposo y yo consultamos a los expertos, nos enteramos de
que es muy común que un tercero reduzca la angustia que la
conversación directa le produce a un niño autista. Nos contaron de
un chico que sólo podía comunicarse con su maestra cuando ella le
volvía la espalda y levantaba un teléfono para hablar con él.
Estaban en el mismo cuarto, pero el medio indirecto de comunicación
le permitía al niño escapar de la presión no verbal.
Henry, con sus ojos mansos, se había convertido en el “teléfono” de
Dale. Cuando hablábamos a través de él, el perro ponía atención y
meneaba la
cabeza. Para mí, había pasado a ser un segundo hijo. El niño aún
hacía berrinches, aunque con menos frecuencia; sin embargo, hubo un
día en que ni la voz de Henry pudo calmarlo. Se enfureció cuando
dije “escuela” con mi propia voz. Al tratar de apaciguarlo, se
apartó de mí y empezó a golpearse la cabeza contra la pared. Lo
intenté de nuevo:
—Dale, soy Henry. Estoy asustado... Tú me estás asustando.
El niño no reaccionó a mis palabras y, horrorizada, lo vi correr
hasta el perro y darle una patada tremenda, al tiempo que gritaba:
—¡Te odio!
El pobre Henry aulló y corrió a echarse en un rincón.
—¡Dale, se acabó! —grité—. No vas a arruinarle la vida a este perro.
Lo voy a llevar de regreso con Val.
Sin entender, el niño sólo se meció de adelante hacia atrás y
repitió:
—De regreso con Val.
Me preocupó mucho el bienestar de Henry, y más aún que Dale pensara
que podía desquitar su coraje maltratando al perro, como lo hacía
conmigo. Mi esposo y yo necesitábamos hacer algo.
Cuando Jamie fue a consolar a Henry, usó la “voz” del perro:
—Papá, por favor, ayúdame. Me siento triste. Dale me odia. Me
lastimó. Me duele mucho el lomo.
Le pusimos un vendaje a Henry. Luego empecé a guardar las cosas del
perro: sus platos, juguetes y artículos de higiene. Dale sólo
observaba, apretando los dientes, hamacándose y gimiendo.
Fingí llamar al criador.
—Tendremos que llevarlo a vivir contigo otra vez, Val.
Dale soltó un grito de espanto y corrió hasta Henry. Lo abrazó con
fuerza y se puso a llorar desconsoladamente.
—Henry, lo siento —dijo—. Por favor, no me dejes. Te quiero.
Nunca antes había expresado sentimientos amorosos, y a nosotros no
nos importó que fuera un perro el que los recibiera primero. También
nos dimos cuenta de que Dale entendía lo que había hecho, así que
Henry, en la voz de mi esposo, le dijo en tono de perdón:
—Yo también te quiero, Dale, y deseo vivir contigo.
Deshicimos la valija, fingimos hablar de nuevo con Val y, a la hora
de dormir, “Henry” dijo que se sentía mucho mejor. Le sacamos el
vendaje, y el rostro de Dale se iluminó de alivio.
Acosté a mi hijo en su cama y le di un beso. Entonces, cuando iba a
salir del cuarto, una vocecita triste me dijo:
—Mamá, Dale quiere a su perro... Y quiere a su mamá.
Cinco palabras mágicas.
Varios días después, mientras hacíamos fila para pagar en el
supermercado, Dale de pronto se inclinó hacia delante y me besó la
mano, que
tenía apoyada en la barra del carrito. Al darse cuenta, una señora
que estaba formada detrás de nosotros me dijo:
—Nunca había visto a un niño hacer eso. ¡Qué chico tan cariñoso!
Debe de quererla mucho.
Sonreí y pensé: Dios mío, ¡si supiera toda la historia! Ahora que
Jamie y yo sabíamos lo importante que Henry era para Dale —y que el
niño nos quería y entendía el significado del amor—, comprendimos
que no había
límite para lo que nos faltaba descubrir en el fondo de su corazón.
Un nuevo comienzo
Después de unos tres años, poco a poco dejamos de usar la voz de
Henry para comunicarnos con Dale. El niño entró en una escuela
dominical y luego en una organización cristiana juvenil. Durante
todo ese tiempo mejoró su manera de relacionarse y empezó a hacer
amigos de verdad. Toleraba viajar y dormir fuera de casa. Participó
en talleres de teatro y pintura, y asistió a una escuela primaria
normal.
En la secundaria, ninguno de sus compañeros sabía que era autista, y
pasarían cinco años antes de que sus nuevos amigos conocieran la
verdad. Con maestros decididos a ayudarlo a desarrollar todo su
potencial, y gracias a su propio esfuerzo, aprobó los cursos. Ya
podía asistir a una escuela superior y obtener un certificado básico
en educación temprana y cuidado infantil, pues tenía deseos de usar
sus experiencias para ayudar a otros. ¡Qué camino tan largo ha
recorrido desde que era un niñito desvalido, y qué deuda tan grande
tenemos con cierto Golden Retriever!
Henry no había dejado de tomar medicamentos para su enfermedad, pero
lo afectaban mucho. Tenía 12 años, una edad avanzada incluso para un
ejemplar sano de su raza. A principios de 2006 se agravó. En las
primeras horas del domingo de Pascua nos dimos cuenta de que estaba
sufriendo mucho. Jamie y yo tratamos de ponerlo en pie, pero no pudo
sostenerse y se derrumbó ante nosotros, terriblemente débil pero
todavía alerta y consciente. Lo llevamos a una clínica veterinaria
en Glasgow. Dale iba en el asiento
trasero del auto, con la cabeza de Henry apoyada en su regazo, y no
dejaba de acariciarlo, en silencio y con rostro sereno.
Traté de explicar lo imposible al veterinario y a la enfermera
cuando dejamos a nuestro perro bajo su cuidado. Sencillamente no
había palabras para expresar lo que Henry significaba para nosotros.
Cuando regresamos al día siguiente, había empeorado. Al oír la
opinión del médico, Dale me miró a los ojos y, con voz quebrada por
el llanto, dijo:
—Mamá, es la decisión más difícil que he tenido que tomar en mi
vida, pero sé que es hora de dejar que mi perro se vaya.
Con la madurez y dignidad del adolescente que era ahora, dio su con-
sentimiento para que el veterinario preparara la inyección.
—Ya vas a estar bien, Henry —le susurró a su perro—. Con este
pinchazo te pondrás mejor.
Sentado en el suelo, con su adorada mascota en el regazo, le besó la
cabeza una y otra vez.
Lo dejamos un rato a solas con Henry, cuyo viejo y maltrecho cuerpo
por fin iba a descansar. Cuando salió del cuarto, con el collar de
su perro en la mano, rompió a llorar con gran desconsuelo. Esa
última noche, como todas las siguientes, Dale durmió con el collar
de Henry bajo la almohada.
Dale hoy día tiene 19 años. Terminó sus cursos de cuidado infantil,
y ahora quiere estudiar para obtener un certificado superior. A
mediados de 2007 lo invitaron
a unirse a la tripulación de un velero que iba a competir en una
regata. En la actualidad trabaja como voluntario en Bernardo’s,
organización no gubernamental británica que ayuda a niños
desamparados.
“En memoria de Henry (
Golden Retriever )
y todos los animales de servicio y trabajo”
Hospital
ir a
Dengue
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Influenza
fuente : wikipedia.org
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