La Madre: Obra Maestra con su amor y sencillez

La Madre: Obra Maestra con su amor y sencillez

La Madre: Obra Maestra con su amor y sencillez

La Madre: Obra Maestra con su amor y sencillez

Prosa,  Recados para América. Textos de Gabriela Mistral

LA MADRE: OBRA MAESTRA

Río de Janeiro, agosto de 1940.

 

El amor de la madre se me parece muchísimo a la contemplación de las obras maestras.

Es magistral, con la sencillez de un retrato de Velázquez; tiene la naturalidad del relato

en la «Odisea’, y también la familiaridad, que parece vulgar, de una página de Montaigne.

No hay dramatismo histérico ni alharaca romántica en los días de la madre.

Su vivir cotidiano corre parejas con la de una llanura al sol: en ella,

como en el llano agrario, la siembra y la cosecha se cumplen sin gesticulación,

dentro de una sublime llaneza.

A nadie le parece maravilloso que la mujer amamante. El amor material,

al igual de la obra maestra, no arrebató a su creadora, ni asusta,

por aparatosa, a su espectador. Aquel bulto doblado de palmera de leche,

que se derrama sin ruido dos horas al día, no se nos ocurre que

sea asunto de dolor. Pero recordemos al indiferentón que pasa sin

mirar a la doblada que esa leche no es cosa aparte de la sangre,

que es la manera que la sangre inventó en la mujer para sustentar,

y el que no había parado mientes tal vez quede un poco azorado…

La sangre de él se dio alguna vez en préstamo a un enfermo,

pero nunca se regaló diez y ocho meses y de este modo admirable.

Nadie se asombra tampoco de que la madre tenga desvelo y

goce sólo la mitad de su noche. El hombre ha hecho vigilia

de soldado en un cuartel o tuvo noches de pescador en

alta mar o ha cumplido el velorio de sus muertos algunas

veces en su vida. El desvelo de la madre le parece cosa normal,

como la pérdida de la luz a las seis de la tarde; y es que,

sin saberlo, el varón asimila el dolor de la mujer a cualquier

operación de la naturaleza. Lo turbaría sólo el que las madres,

al fin, cansadas, rompiesen la cuerda de su costumbre.

Pero no se cansan la llanura nutricia ni la mujer; aquel cuerpo,

al que llaman flaco, de poco hueso y poco músculo, y que se

cree hecho para el trabajo mínimo o para las fiestas del mundo,

resiste como el junco o la vara de vid al peso y a la podadora del dolor.

El espectador mira tranquilamente también a la madre del hijo loco

o del degenerado. Aquella paciencia que se aproxima a la de Dios,

la carencia en esa criatura de toda repugnancia; el que aquella

mujer sea capaz de amar a su monstruo, no como al hijo cabal,

sino muchísimo más, todo esto se contempla sin asombro.

Y sin embargo, lo que vemos en una especie de aberración, el «milagro puro».

Escribir la «Ilíada» en unos años o esculpir en semanas la cabeza de Júpiter

vale mucho menos que enjugar día a día la baba del demente y ser golpeada

en la cara por el loco. En madres de este género yo he visto momentos

que no sé decir y que me dieron calofrío, porque me pareció tocar los

topes de la naturaleza y ver el punto en el que la carne se abre y muestra

por el desgarrón un fuego que ciega, el del Querubín ardiendo, que en el cielo

representa el amor absoluto.

Y sin ir tan lejos como en lo contado, sin apurar la desventura,

acordémonos del hecho corriente de la mujer que cría hijos mediocres,

guardando la actitud que tendría la madre de Marco Aurelio o la de San Agustín.

Es cosa de verle el primor con que sirve el desayuno de su rey bueno para nada:

cosa de gozarle el cuidado que pone al peinado y vestirlo, usando en el hijo la

coquetería que antes puso en ella misma. Y es inefable seguirle el encantamiento

en que vive su día entero, alindando su cuarto, alisando ropas estrujadas y

volviendo válido lo viejo. ¡Qué ingenio gastado en su pobre diablo!

Es siempre menos fantástico el engaño del que juega sin saberlo con polvo

de oro que el engaño del otro que exprime el barro bruto, tomando por un

fogonazo de diamantes el relumbrón de la mica… La madre del hijo necio se

siente tan favorecida como la madre de San Juan de La Cruz. Ella no creerá

nunca en que la naturaleza la engañó, en que ella fue burlada por el Destino,

en que está regando la higuerita estéril, que no echará ni sombra a su espalda,

porque ya está comida del gorgojo.

La madre del inútil ignora su fracaso, y ¡ay del que quiera volverla lúcida!

de su pecho cae sobre el infeliz un chorro de luz que lo hace relumbrar;

la fuerza que canta en su propia sangre le afirma que el hijo es fuerte.

Si leyó mitologías, su hijo será Hércules, y si oyó contar «Vidas»

su hijo será Marcelino Berthelot, de no ser Marie Curie… Testaruda santa,

ojo con viga de oro, caracol de música que oye siempre un coro que canta,

por más que sólo ella lo sienta…

Finalmente, a nadie deslumbra la pasión de la mujer por el hijo, aunque sea

la pasión que más dure. Veinte, sesenta años está en pie, y esto no lo produce

la mera naturaleza: el frenesí del viento no dura mucho y el fervor de la cascada a

ratos se relaja; la pasión del animal, más flaca que la de los elementos, vale menos aún,

ya que no va más lejos que la estación. La madre rebasa lindamente la naturaleza, la quiebra,

y ella misma no sabe su prodigio. Una pobre mujer se incorpora por la maternidad a la

vida sobrenatural y no le cuesta -¡qué va a costarle!- entender la eternidad: el hombre

puede ahorrarle la lección sobre lo Eterno, que ella lo vive en su loca pasión. En donde esté,

viva o muerta, allá seguirá haciendo su oficio, que comenzó en un día para no parar nunca.

La hora en que nació su hijo, ella cogió los remos del forzado y se echó a un viaje perdurable.

Se me ocurre que en el cielo de las madres ha de haber una lonja donde no existe la libertad,

donde dura la servidumbre, sólo que más gozosa de la que ellas vivían sobre

el cascarón terrestre.

El cariño materno tiene el mismo absurdo del amor de Dios por nosotros.

Vive, alimentado o

abandonado; no se le ocurre esperar «retorno» y apenas para mientes en el olvido.

La zarza ardiendo asustó a Moisés; pero a ningún hijo le turba esa otra zarza que,

al lado de él,

se quema sin soltar ceniza, sin ralear la llama, ancha y alta como la hoguera de

la ceiba cuando sube entera.

Preciosa criatura que vive la gracia del genio dentro de una rasa naturalidad.

El genio le cayó al pecho,

no a la frente, pero bajó en un torrente más cálido que el del genio intelectual

(luz de luna que a

veces no fecunda cosa que valga), y este genio se transfiguró en ella en humildad,matando el

orgullo que en el hombre es la costumbre genial.

En: Recados para América. Textos de Gabriela Mistral. Mario Céspedes, comp.

Santiago de Chile: Revista Pluma y Pincel/Instituto de Ciencias Alejandro Lipschutz., 1978.

Silvita

Diseñadora, Casada, dedico mi sitio a preservar el Arte y la Cultura Infantil, A la memoria de mi sobrina Laura Ambrosio Battistel. Material uso escolar y docente

Un comentario:

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