Todas ibamos a ser reinas
Todas ibamos a ser reinas, poema, Gabriela Mistral
Todas íbamos a ser reinas,
de cuatro reinos sobre el mar:
Rosalía con Efigenia y Lucila con Soledad.
En el valle de Elqui, ceñido de cien montañas
o de más, que como ofrendas o tributos arden
en rojo y azafrán. Lo decíamos embriagadas, y
lo tuvimos por verdad, que seríamos todas reinas y
llegaríamos al mar.
Con las trenzas de los siete años, y batas claras
de percal, persiguiendo tordos huidos
en la sombra del higueral.
De los cuatro reinos, decíamos, indudables
como el Korán, que por grandes y por
cabales alcanzarían hasta el mar.
Cuatro esposos desposarían, por el tiempo de desposar,
y eran reyes y cantadores como David, rey de Judá. Y
de ser grandes nuestros reinos, ellos tendrían,
sin faltar, mares verdes, mares de algas, y el ave
loca del faisán. Y de tener todos los frutos, árbol
de leche, árbol del pan, el guayacán no
cortaríamos ni morderíamos metal.
Todas íbamos a ser reinas, y de verídico reinar;
pero ninguna ha sido reina ni en Arauco ni en Copán…
Rosalía besó marino ya desposado con el mar, y al
besador, en las Guaitecas, se lo comió la tempestad.
Soledad crió siete hermanos y su sangre dejó en su pan, y
sus ojos quedaron negros de no haber visto nunca el mar.
En las viñas de Montegrande, con su puro seno candeal,
mece los hijos de otras reinas y los suyos nunca-jamás.
Efigenia cruzó extranjero en las rutas, y sin hablar,
le siguió, sin saberle nombre, porque el
hombre parece el mar. Y Lucila, que hablaba a río, a
montaña y cañaveral, en las lunas de la locura
recibió reino de verdad. En las nubes contó
diez hijos y en los salares su reinar, en los ríos
ha visto esposos y su manto en la tempestad.
Pero en el valle de Elqui, donde son cien
montañas o son más, cantan las otras que
vinieron y las que vienen cantarán: –
«En la tierra seremos reinas, y de verídico reinar,
y siendo grandes nuestros reinos,
llegaremos todas al mar.»
Nota * «TODAS ÍBAMOS A SER REINAS»
Esta imaginería tropical vivida en un valle caliente,
aunque sea cordillerano, tenía su razón de ser.
El hacendado don Adolfo Iribarren –
Dios le dé bellas visiones en el cielo-,
por una fantasía rara de hallar
en hombre de sangre vasca, se había creado,
en su casa de Montegrande, casi un parque
medio botánico y zoológico. Allí me había yo
de conocer el ciervo y la gacela, el pavo real,
el faisán y muchos árboles exóticos, entre ellos
el flamboyán de Puerto Rico, que él llamaba por
su nombre verdadero de «árbol del fuego» y
que de veras ardía en el florecer, no menos
que la hoguera. No bautizan con Ifigenia sino
con Efigenia, en mis cerros de Elqui. A esto lo
llaman disimilación los filólogos, y es operación
que hace el pueblo, la mejor criatura verbal que
Dios crió, quien avienta el vocablo de pronunciación